Regresos en cuarentena: “¡El país está así por gente como vos!”

El cordobés Leandro Mazuquin (29) es, además de viajero, mecánico de bicicletas y vendedor de repuestos y bicis. Actualmente reside en Córdoba, pero pese a su corta edad vivió también en Ushuaia, en Comandante Luis Piedrabuena y en El Calafate.

Su primer viaje en bicicleta fue en 2014, desde Comandante Luis Piedrabuena, Santa Cruz, hasta Córdoba. Fueron tres meses en los que completó 3.000 kilómetros.

Le gustó, así que al año siguiente hizo la Ruta 40 desde La Quiaca, Jujuy, hasta a Cabo Vírgenes, Santa Cruz. En seis meses pedaleó 5.000 kilómetros.

En 2017 concretó su primer viaje en modalidad bikepacking: 190 kilómetros desde Chilecito, La Rioja, hasta Fiambalá, Catamarca.

Entusiasmado con el bikepacking, entre 2017 y 2018 completó 12.000 kilómetros durante un año por Argentina y Chile.

Y en 2019 recorrió en un mes el Impenetrable chaqueño, viaje que le demandó 1.800 kilómetros de pedaleo.

Pero la historia a la que iremos al grano en estas páginas es diferente en todo sentido a sus aventuras anteriores. Para este año Leandro había programado un gran viaje. Planeaba recorrer América desde Córdoba hasta Ecuador, lo que comenzó a concretar lleno de ilusiones el pasado 16 de enero, cuando partió de Córdoba con rumbo norte.

Renuente a los caminos muy concurridos, recorrió las rutas de monte de Santiago del Estero (1 y 4), pasó por Salta y entró a Bolivia por Yacuiba. De ahí recorrió parte de Perú (Cusco incluido) y de la puna chilena, siempre por caminos no convencionales, hasta que cuando estaba parando en la Casa Ciclista Pingüi, de Uyuni, Bolivia, donde trabajaba vendiendo chocolates en la peatonal, se decretó la cuarentena.

Había estado en Uyuni desde el 4 hasta el 17 de marzo y el 18, decidido a regresar a su país comenzó un periplo de pesadilla que se inició tomando un bus desde Uyuni hasta Atocha (90 km), otro desde Atocha a Tupiza (110 km) y otro de Tupiza a Villazón (90 km), ya en la frontera entre Bolivia y Argentina.

He aquí su propio relato de cómo siguió esta inesperada aventura.


 

VOLVER A CASA ESTA VEZ NO FUE NADA FÁCIL

No fue fácil. Tomé tres buses en Perú, luego tres en Bolivia, para llegar a Villazón el 18 de marzo a las tres de la tarde, donde decidí cruzar a Argentina ese mismo día. Las fronteras se habían cerrado para los no residentes, por lo que no tuve problemas para cruzar, así que fui directo a La Quiaca, del otro lado de la frontera.

Odisea jujeña    

Después de un día de descansar en La Quiaca el encargado del hospedaje me echó porque tenía órdenes de cerrar el lugar por la cuarentena, así que ese mismo día me fui pedaleando hasta un pueblo llamado Tres Cruces, a unos 100 kilómetros.

En ese lugar, sobre la ruta, se encuentra un puesto de Gendarmería en donde uno de los siete gendarmes que estaban en el lugar me informó que no podían pasar, según el decreto “nosecuanto”, ni vehículos particulares ni peatones: “Vuelva a La Quiaca”, me largó. “Pero yo vengo de La Quiaca, de donde me echaron y no puedo volver —le dije. Pedaleé 100 kilómetros y son la cuatro de la tarde…” Pero nada conmovió al gendarme, que cerró la charla de sordos con un “no me interesa, andate de acá y bla bla bla…”

Completamente desorientado con respecto a qué hacer, decidí volver a La Quiaca, pero solo hice 10 kilómetros y acampé en una iglesia abandonada.

Al día siguiente seguí desandando camino hasta que llegué a otro pueblo, Abra Pampa, donde todas las personas con la que tomé contacto me trataron y miraron muy mal. Pero por suerte me enteré que a las 10 de la mañana saldría un bus hasta la capital jujeña, al cual logré subir. Eso sí, el chofer me advirtió de entrada: “Yo te dejo subir, pero si en el control de gendarmería de Tres Cruces te bajan no es tema mío.”

Esta vez tuve suerte. Esa mañana el gendarme estaba de buenas y ni siquiera tuve que rogarle para que me dejase pasar. Siguió el viaje, pasamos dos controles más sin problemas y luego de 200 y pico de kilómetros llegamos a San Salvador de Jujuy, la capital de la provincia. En la terminal fue una verdadera locura. No había casi pasajeros pero si muchos policías. Me pidieron que me identificase y me preguntaron de dónde venía y yo, sin saber mucho del problema, ingenuamente, le dije que de Perú. En un instante todo fue caos, se pusieron muy nerviosos, como locos, me decían que me fuera de inmediato de la terminal y de la provincia.

Así que me trepé a la bici y le metí unos 50 kilómetros hasta Pampa Blanca, un pueblo ubicado cerca de la frontera provincial con Salta. Armé mi carpa en un lavadero de camiones de una estación de servicio y a dormir.

Si no soy de Salta no hago falta

Al día siguiente, 22 de marzo, me dispuse a cruzar la frontera con Salta. Fue duro de verdad. En el puesto había seis policías y 10 gendarmes. Uno de ellos me soltó un “El país está así por gente como vos y bla bla bla.” Después de varios insultos decidieron llamar al fiscal jujeño, quien decidió que me fuese, en síntesis que pasaran el problema a Salta. Ese día, para alejarme lo más posible de ese lugar, pedaleé más de 110 kilómetros y acampé en un terreno con unas válvulas de gas sobre la ruta.

El lunes 23 de marzo arribé a Metán, Salta, luego de una jornada durísima, con tres pinchazos y mucho calor. Llegué al borde del pueblo, que estaba todo vallado con terraplenes y con una sola entrada, por la cual solo podían pasar los residentes. A duras penas conseguí que me vendieran dos latas de picadillo y me fui del pueblo para acampar en una estación de servicio cercana.

Al día siguiente mi suerte comenzó a cambiar. En un puesto caminero conseguí una especie de permiso para circular, un improvisado papel que decía que circulaba en bici…, pero con eso atravesé innumerables controles. Después de 140 kilómetros de pedal logre llegar a Rapelli, en la frontera provincial entre Salta y Santiago del Estero. Allí la policía caminera me dejó acampar atrás del puesto, ya que al pueblo solo entraban residentes. Cómo sería la cosa que tuve que darle plata a un policía para que me comprara algo de comida.

Santiago del Estero con regalos

El miércoles 25 de marzo fue mi día más duro en cuanto a mecánica. Solo logre meter 73 kilómetros. La rueda trasera se pinchó cuatro veces y descubrí que el eje trasero estaba roto. No quedaba más que reírme… Encima, a las seis de la tarde comenzó a lloviznar y no encontraba un sitio para acampar. Quedaban pocas horas de luz cuando a los lejos pude atisbar una casa abandonada. ¡Sí, un regalo del cielo!

Al día siguiente, debía comprar cámaras en La Banda, pero otra vez la misma historia: solo entraban residentes. Nuevamente le tuve que dar la plata a un policía para que me las comprase, ya que el pueblo estaba vallado con terraplenes y había una sola entrada.

El 27 fue día de regalos. Un camionero tucumano me regaló un desayuno, el dueño de un restaurante me dio pan, un kiosquero me dio un paquete de galletas y una lata de picadillo. También tuve la oportunidad de comprar gas butano para mi cocina.

El 28 de marzo fue un largo día de 140 kilómetros y al día siguiente llegué a los límites de mi provincia, Córdoba, después de meter 130 kilómetros.

Córdoba, mi casa

Al cruzar la frontera hubo sin embargo algunos sobresaltos, ya que después de pasar tres controles policiales no pude quedarme en el pueblo y tuve que meter otros 10 kilómetros para acampar en un santuario. Llegué a las 18.30, luego de diez horas y media de pura ruta…

El lunes 30 metí 110 kilómetros y terminé acampando en una gomería abandonada, a 15 kilómetros de un pueblo donde también solo podían entrar residentes. A las 10 de la noche empezó a llover y no paró hasta las seis de la mañana del día siguiente.

En la jornada siguiente  hice 40 kilómetros para llegar a la casa de Mariano, mi amigo y compañero de colegio secundario, por donde había pasado al principio de mi viaje, tres meses atrás. Me pegué una ducha, una afeitada y lavé la ropa. “Mañana sigo viaje —me dije—, solo faltan 20 kilómetros para volver a casa.”

Dicho y hecho, al día siguiente, 1 de abril, partí a las 8 de la mañana. Ya no tendré que pasar más controles, pensé…


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