Esta historia es una de esas que algunos decenios atrás hubiéramos contado hasta el agotamiento a nuestros nietos poco antes de irse a dormir. Y justamente por ello vale la pena conocerla, porque quizás sea bueno no perder aunque sea algunos chispazos de aquella costumbre de otrora. Aquí va entonces el cuento, para que se lo cuentes a tu nieto o a tu sobrino o a cualquier otra alma cándida.

Corría el año 1951 y el sueco Gustaf Hakanson se inscribió para participar en una carrera de largo aliento en bicicleta que prácticamente recorría todo su país. Tenía 66 años, una edad considerada por ese entonces muy avanzada. Y la organización rechazó su inscripción, al considerar que a su edad Gustaf no tenía la fortaleza necesaria para completar los casi 1.700 kilómetros que comprendía la prueba.
Pero nuestro héroe no se arredró. Habiendo recorrido para llegar de su pueblo a la largada de la carrera nada menos que 1.000 kilómetros en su bicicleta, se colgó de su cuello una pechera con el número 0 -probablemente para mostrarle a los organizadores que esperaba ser tratado como un participante más- y se puso al final de la cola de los 50 corredores inscriptos.
Ahí estaba Gustaf, dispuesto a todo, con su interminable barba gris, trepado a su roadster, que tenía una potente luz frontal a dínamo que jugaría un papel clave en la carrera. Veinte segundos después de que largaran los 50 corredores, se lanzó al camino.

Cinco días, cinco horas y 1.700 kilómetros después, el público, avisado de que la punta de la carrera se acercaba a la meta, se agolpaba esperando ver la figura del corredor que al llegar se cubriría de inmediata gloria. Ninguna radio transmitía en ese entonces las carreras de bicis en Suecia, de modo que la gente desconocía cómo se estaba desarrollando la competencia. Y la sorpresa fue mayúscula cuando vieron aparecer a un anciano caballero montado en una oxidada bicicleta con una rueda pinchada. Y no sólo eso, sino con un agregado que descubrirían al día siguiente, ya que Gustaf le había sacado nada menos que un día completo a su inmediato perseguidor.
La verdad es que Gustaf hizo trampa. Bueno, no es que hizo trampa, ya que no era oficialmente un competidor, pero no respetó una regla que los demás estuvieron obligados a respetar.
Gustaf no durmió. Como parte de las regulaciones de la carrera, los corredores estaban obligados a detenerse en un checkpoint al final de cada día de carrera para alimentarse, dormir y volver a largar a la mañana siguiente. En su lugar, Gustaf se tomaba una horita para descansar de tanto en tanto y seguía su marcha, de noche con su luz a dínamo iluminando los oscuros caminos de aquellos años.
Pero sea como fuere, para la gente Gustaf había ganado y su esfuerzo se hizo público, al punto que a la gente dejó de interesarle el resultado real de la carrera para dejarse atrapar por este singular personaje que había sido capaz de despertar otra clase de emociones. ¿Cómo había podido a su edad mantener un buen ritmo sin descansar, o descansando muy mal? ¿Y como había logrado hacerlo sobre su vieja máquina, diseñada para andar al paso en la ciudad y no para correr?
Durante el evento, la policía había tratado de disuadirlo para que se detuviera y se sometiese a un control médico, pero Gustaf lanzó una carcajada y continuó pedaleando. Eventualmente, a unos 800 kilómetros de la meta el Abuelo de Hierro -como habían comenzado a llamarlo en las aldeas por la que pasaba- sufrió un pinchazo, el único de todo el recorrido, que lo hizo detenerse unos momentos. Segundos después, imperturbable, se trepó nuevamente a su bici y continuó su marcha triunfal hasta la meta, cruzándola en llantas a las 2:15 PM del 7 de julio de 1951. Pese a que su victoria no fue oficial, a poco fue recibido por el propio rey de Suecia y cubierto de gloria por sus compatriotas.
El Abuelo de Hierro continuó pedaleando hasta su muerte, producida en el año 1987, a la edad de 102 años.

Por Mario García

Intro de Biciclub N230, febrero 2014.

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